Suele decir Juanma Lillo que la pelota que viaja rápidamente hacia campo contrario vuelve más rápidamente aún al campo propio. Resume así una de las elecciones que todo entrenador debe tomar en su modelo de juego: verticalidad o control. Porque a todos nos gusta que nuestro equipo sea vertical y a la vez preciso, pero la realidad esconde ahí una disyuntiva: arriesgar o conservar.
Es bien sabido que el Betis de Pellegrini juega prácticamente igual desde que llegó el chileno hace más de cuatro años, pero en la elección de jugadores radica su matiz más importante, y ese dilema entre un ataque veloz o un mayor control del balón es su variación más importante a través de esa elección. Hace poco más de un año el entorno bético lamentaba la falta de futbolistas que atacaran los espacios o se la jugaran al uno contra uno: el equipo sobaba excesivamente el balón, y se echaban de menos rupturas para terminar las jugadas con peligro. A cambio, las largas posesiones béticas permitían las subidas profundas de sus laterales, y, sobre todo, el equipo triunfaba en la batalla por la posesión –tan importante en el fútbol de hoy– gracias una de las claves tácticas actuales: la contrapresión o Gegenpressing . El Betis perdía la pelota cerca del área contraria y con el rival sometido, sitiado en una estrecha franja de campo delante de la frontal de su área, lo que, sin espacios para jugarla, lo convertía en víctima fácil de una presión intensa e inmediata tras la pérdida de balón de los verdiblancos.
Desde entonces la secretaría técnica se ha puesto a la tarea de verticalizar el equipo incorporando a jugadores más rápidos y físicos, menos combinativos, como Chimy Ávila, Ez Abde, Bakambu, Vitor Roque o el canterano Assane Diao. El mayor impacto en el modo de juego del equipo ha sido el de Abde, un jugador incapaz de comprender el juego y de combinar con los compañeros, pero de devastador uno contra uno; su banda izquierda se ha convertido en vía de escape favorita de la salida de balón del equipo, atorada por dentro por la incapacidad de los mediocentros titulares para elaborar el juego. A Abde le gustan y convienen los ataques rápidos, con campo por delante a la espalda del lateral rival, y encara rápidamente a su par, sin esperar a ser doblado por Perraud o Rodríguez –a los que parece ni querer ver siquiera–. Abde recibe balones largos, Abde encara, Abde desborda, Abde termina sus jugadas con más o menos acierto, el publico se divierte y todos parecen felices.
¿Todos? A cambio, entre balones largos fallidos de Roca, regates sin acierto y disparos sin tino el Betis pierde gran cantidad de balones con el equipo muy largo, lejos aún de la puerta contraria, y con el rival aún sin encerrar. No hay presión postpérdida posible, y la presión alta debe reiniciarse desde cero, fatigosamente, tras cada jugada ofensiva. Si el rival tiene una salida de balón medianamente trabajada, casos recientes del Espanyol y del Mallorca –y, nos tememos, del siguiente rival–, esos intentos de presión se convierten en desgaste del punta y el mediapunta en un extenuante trabajo de recuperación, y en largas posesiones del rival. O sea, en pérdida de control del balón y del juego.
Es otro Betis, tal vez mejor o tal vez peor, pero diferente. Un Betis al frenético ritmo de Abde.
Autor: Juan Ramón Lara